Aquí les dejo este escrito de Lacan para quienes deseen sumergirse en la formación del Yo:
El estadío del espejo como formador de la función del yo (je) tal como
se nos revela en la experiencia psicoanalítica
Jacques Lacan. Escritos I.
Editorial Siglo XXI.
La
concepción del estadio del espejo que introduje en nuestro último congreso,
hace trece años, por haber más o menos pasado desde entonces al uso del grupo
francés, no me pareció indigna de ser recordada a la atención de ustedes: hoy
especialmente en razón de las luces que aporta sobre la función del yo [je] en
la experiencia que de él nos da el psicoanálisis. Experiencia de la que hay que
decir que nos opone a toda filosofía
derivada directamente del cogito.
Acaso
haya entre ustedes quienes recuerden el aspecto del comportamiento de que
partimos, iluminado por un hecho de psicología comparada: la cría de hombre, a una edad en que se encuentra por poco tiempo,
pero todavía un tiempo, superado en inteligencia instrumental por el chimpancé,
reconoce ya sin embargo su imagen en el
espejo como tal. Reconocimiento señalado por la mímica iluminante del
Aha-Erlebnis, en la que para Kohler se
expresa la apercepción situacional, tiempo esencial del acto de inteligencia.
Este
acto, en efecto, lejos de agotarse, como en el mono, en el control, una vez
adquirido, de la inanidad de la imagen, rebota en seguida en el niño en una
serie de gestos en los que experimenta
lúdicamente la relación de los movimientos asumidos de la imagen con su medio
ambiente reflejado, y de ese complejo virtual a la realidad que reproduce,
o sea con su propio cuerpo y con las
personas, incluso con los objetos, que se encuentran junto a él.
Este
acontecimiento puede producirse, como es sabido desde los trabajos de Baldwin,
desde la edad de seis meses, y su repetición ha atraído con frecuencia nuestra
meditación ante el espectáculo impresionante de un lactante ante el espejo, que
no tiene todavía dominio de la marcha, ni siquiera de la postura en pie, pero que, a pesar del estorbo de algún
sostén humano o artificial (lo que solemos llamar unas andaderas), supera en un
jubiloso ajetreo las trabas de ese apoyo para suspender su actitud en una
postura mas o menos inclinada, y conseguir, para fijarlo, un aspecto
instantáneo de la imagen.
Esta
actividad conserva para nosotros hasta la edad de dieciocho meses el sentido
que le damos, y que no es menos revelador de un dinamismo libidinal, hasta entonces problemático, que de una
estructura ontológica del mundo humano que se inserta en nuestras reflexiones
sobre el conocimiento paranoico.
Basta
para ello comprender el estadio del
espejo como una identificación en el sentido pleno que el análisis da a
éste término: a saber, la transformación
producida en el sujeto cuando asume una imagen, cuya predestinación a este
efecto de fase está suficientemente indicada por el uso, en la teoría, del término antiguo imago.
El hecho de que su imagen
especular sea asumida jubilosamente por el ser sumido
todavía en la impotencia motriz y la dependencia de la lactancia que es el
hombrecito en ese estadio infans, nos parecerá por lo tanto que manifiesta, en una situación ejemplar, la
matriz simbólica en la que el yo [je] se precipita en una forma primordial,
antes de objetivarse en la dialéctica de
la identificación con el otro y antes de que el lenguaje le restituya en lo
universal su función de sujeto.
Esta forma por lo
demás debería más bien designarse como yo-ideal,
si quisiéramos hacerla entrar en un registro conocido, en el sentido de que
será también el tronco de las identificaciones secundarias, cuyas funciones de
normalización libidinal reconocemos bajo ese término. Pero el punto importante
es que esta forma sitúa la instancia del
yo, aún desde antes de su determinación socia!, en una línea de ficción,
irreductible para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo
asintóticamente tocará el devenir del sujeto, cualquiera que sea el éxito de
las síntesis dialécticas por medio de las cuales tiene que resolver en cuanto
yo [je] su discordancia con respecto a su propia realidad.
Es que la forma total del
cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta en un espejismo a la maduración
de su poder, no le es dada sino como Gestalt,
es decir en una exterioridad donde
sin duda esa forma es mas constituyente
que constituida, pero donde sobre todo le aparece en un relieve de estatura
que la coagula y bajo una simetría que
la invierte, en oposición a la turbulencia de movimientos con que se
experimenta a sí mismo animándola. Así esta Gestalt, cuya pregnancia debe
considerarse como ligada a la especie, aunque su estilo motor sea todavía
confundible, por esos dos aspectos de su aparición simboliza la permanencia mental del yo [je] al mismo tiempo que
prefigura su destinación enajenadora; está preñada todavía de las
correspondencias que unen el yo [je] a la estatua en que el hombre se proyecta como a los fantasmas que le dominan, al autómata,
en fin, en el cual, en una relación ambigua, tiende a redondearse el mundo de
su fabricación.
Para
las imagos, en efecto, respecto de las cuales es nuestro privilegio el ver
perfilarse, en nuestra experiencia cotidiana y en la penumbra de la eficacia
simbólica, sus rostros velados, la
imagen especular parece ser el umbral del mundo visible, si hemos de dar
crédito a la disposición en espejo que presenta en la alucinación y en el sueño
la imago del cuerpo propio, ya se trate de sus rasgos individuales, incluso de
sus mutilaciones, o de sus proyecciones objetales, o si nos fijamos en el papel
del aparato del espejo en las apariciones del doble en que se manifiestan
realidades psíquicas, por lo demás heterogéneas.
Que una Gestalt
sea capaz de efectos formativos sobre el organismo es
cosa que puede atestiguarse por una experimentación biológica, a su vez tan
ajena a la idea de causalidad psíquica que no puede resolverse a formularla
como tal. No por eso deja de reconocer que la maduración de la gónada en la
paloma tiene por condición necesaria la vista de un congénere, sin que importe
su sexo, y tan suficiente, que su efecto se obtiene poniendo solamente al
alcance del individuo el campo de reflexión de un espejo. De igual manera, el
paso, en la estirpe, del grillo peregrino de la forma solitaria a la forma
gregaria se obtiene exponiendo al individuo, en cierto estadio, a la acción exclusivamente visual de una imagen
similar, con tal de que esté animada de movimientos de un estilo suficientemente
cercano al de los que son propios de su especie. Hechos que se inscriben en un orden de identificación homeomórfica que
quedaría envuelto en la cuestión del sentido de la belleza como formativa y
como erógena.
Pero
los hechos del mimetismo, concebidos como de identificación heteromórfica, no
nos interesan menos aquí, por cuanto plantean el problema de la significación
del espacio para el organismo vivo, y los conceptos psicológicos no parecen más
impropios para aportar alguna luz sobre esta cuestión que los ridículos
esfuerzos intentados con vistas a reducirlos a la ley pretendidamente suprema
de la adaptación. Recordemos únicamente los rayos que hizo fulgurar sobre el
asunto el pensamiento (joven entonces y en reciente ruptura de las prescripciones
sociológicas en que se había formado) de un Roger Caillois, cuando bajo el término
de psicastenia legendaria, subsumía el mimetismo morfológico en una obsesión
del espacio en su efecto desrealizante.
También
nosotros hemos mostrado en la dialéctica social que estructura como paranoico
el conocimiento humano la razón que lo hace más autónomo que el del animal con respecto al campo de fuerzas del deseo, pero también que la determina en esa "poca realidad" que denuncia en
ella la insatisfacción surrealista. Y estas reflexiones nos incitan a reconocer en la captación espacial que
manifiesta el estadio del espejo el efecto en el hombre, permanente incluso
a esa dialéctica, de una insuficiencia
orgánica de su realidad natural, si es que atribuimos algún sentido al
término "naturaleza".
La función del estadio del
espejo se nos revela entonces como un caso particular de la función de la
imago, que es establecer, una relación del organismo con su realidad o, como se
ha dicho, Innenwelt con el Umwelt.
Pero
esta relación con la naturaleza está alterada en el hombre por cierta
dehiscencia del organismo en su seno, por una Discordia primordial que traicionan los signos de malestar y la
incoordinación motriz de los meses neonatales. La noción objetiva del
inacabamiento anatómico del sistema piramidal como I de ciertas remanencias
humorales del organismo materno, confirma este punto de vista que formulamos
como el dato de una verdadera prematuración específica del nacimiento en el
hombre.
Señalemos
de pasada que este dato es reconocido como tal por los embriólogos, bajo el término
de fetatización, para determinar la prevalencia de los aparatos llamados
superiores del neuroeje y especialmente de ese córtex que las intervenciones
psicoquirúrgicas nos llevaran a concebir como el espejo intra-orgánico.
Este
desarrollo es vivido como una dialéctica temporal que proyecta decisivamente en
historia la formación del individuo: el
estadio del espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la
insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto, presa de la ilusión
de la identificación espacial, maquina
las fantasías que se sucederán desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta
una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad, y a la armadura por fin asumida de una identidad
enajenante, que va a marcar con su
estructura rígida todo su desarrollo mental. Así la ruptura del círculo del
Innenwelt al Umwelt engendra la cuadratura inagotable de las reaseveraciones
del yo.
Este
cuerpo fragmentado, término que he
hecho también aceptar en nuestro sistema de referencias teóricas, se muestra regularmente en los sueños,
cuando la moción del análisis toca cierto nivel de desintegración agresiva del
individuo. Aparece entonces bajo la
forma de miembros desunidos y de esos órganos figurados en exoscopia, que
adquieren alas y armas para las persecuciones intestinas, los cuales fijó para
siempre por la pintura el visionario Jerónimo Bosco, en su ascensión durante el
siglo decimoquinto al cenit imaginario del hombre moderno. Pero esa forma se
muestra tangible en el plano orgánico mismo, en las líneas de fragilización que
definen la anatomía fantasiosa, manifiesta en los síntomas de escisión
esquizoide o de espasmo, de la histeria.
Correlativamente,
la formación del yo [je] se simboliza
oníricamente por un campo fortificado, o hasta un estadio, distribuyendo
desde el ruedo interior hasta su recinto, hasta su contorno de cascajos y
pantanos, dos campos de lucha opuestos
donde el sujeto se empecina en la búsqueda del altivo y lejano castillo
interior, cuya forma (a veces
yuxtapuesta en el mismo libreto) simboliza el ello de manera sobrecogedora.
Y parejamente, aquí en el plano mental, encontramos realizadas estas estructuras de fábrica fortificada cuya
metáfora surge espontáneamente, y como brotada de los síntomas mismos del
sujeto, para designar los mecanismos de inversión, de aislamiento, de
reduplicación, de anulación, de desplazamiento, de la neurosis obsesiva.
Pero,
de edificar sobre estos únicos datos subjetivos, y por poco que los emancipemos
de la condición de experiencia que hace que los recibamos de una técnica de
lenguaje, nuestras tentativas teóricas quedarían expuestas al reproche de
proyectado en lo impensable de un sujeto absoluto: para eso hemos buscado en la
hipótesis aquí fundada sobre una concurrencia de datos objetivos la rejilla
directriz de un método de reducción simbólica.
Este
instaura en las defensas del yo un orden genético que responde a los votos
formulados por la señorita Anna Freud en la primera parte de su gran obra, y
sitúa (contra un prejuicio frecuentemente expresado) la represión histórica y
sus retornos en un estadio mas arcaico que la inversión obsesiva y sus procesos
aislantes, y estos a su vez como previos a la enajenación paranoica que data
del viraje del yo [je] especular al yo [je] social.
Este
momento en que termina el estadio del espejo inaugura, por la identificación
con la imago del semejante y el drama de los celos primordiales (tan
acertadamente valorizado por la escuela de Charlotte Bühler en los hechos de
transitivismo infantil), la dialéctica que desde entonces liga al yo [je] con
situaciones socialmente elaboradas.
Es
este momento el que hace volcarse decisivamente todo el saber humano en la
mediatización por el deseo del otro, constituye sus objetos en una equivalencia
abstracta por la rivalidad del otro, y hace del yo [je] ese aparato para el
cual todo impulso de los instintos será un peligro, aún cuando respondiese a
una maduración natural; pues la normalización misma de esa maduración depende
desde ese momento en el hombre de un expediente cultural: como se ve en lo que
respecta al objeto sexual en el complejo de Edipo.
El término "narcisismo
primario" con el que la doctrina designa la carga libidinal propia de ese
momento, revela en sus inventores, a la luz de nuestra concepción, el más
profundo sentimiento de las latencias, de la semántica.
Pero ella ilumina también la oposición dinámica que trataron de definir de esa
libido a la libido sexual, cuando invocaron instintos de destrucción, y hasta
de muerte, para explicar la relación evidente de la libido narcisista con la
función enajenadora del yo [je], con la
agresividad que se desprende de ella en toda relación con el otro, aunque fuese
la de la ayuda más samaritana.
Es
que tocaron esa negatividad existencial, cuya realidad es tan vivamente
promovida por la filosofía contemporánea del ser y de la nada.
Pero
esa filosofía no la aprehende desgraciadamente sino en los límites de una
self-sufficiency de la conciencia, que, por estar inscrita en sus premisas,
encadena a los desconocimientos constitutivos del yo la ilusión de autonomía en
que se confía. Juego del espíritu que, por alimentarse singularmente de
préstamos a la experiencia analítica, culmina en la pretensión de asegurar un
psicoanálisis existencial.
Al
término de la empresa histórica de una sociedad por no reconocerse ya otra
función sino utilitaria, y en la angustia del individuo ante la forma
concentracionaria del lazo social cuyo surgimiento parece recompensar ese
esfuerzo, el existencialismo se juzga
por las justificaciones que da de los callejones sin salida subjetivos que
efectivamente resultan de ello: una libertad que no se afirma nunca tan
auténticamente como entre los muros de una cárcel, una exigencia de compromiso
en la que se expresa la impotencia de la pura conciencia para superar ninguna
situación, una idealización voyeurista-sádica de la relación sexual, una
personalidad que no se realiza sino en el suicidio, una conciencia del otro que
no se satisface sino por el asesinato hegeliano.
A
estos enunciados se opone toda nuestra experiencia en la medida en que nos
aparta de concebir el yo como centrado sobre el sistema percepción-conciencia,
como organizado por el "principio de realidad" en que se formula el
prejuicio cientificista más opuesto a la dialéctica del conocimiento, para
indicarnos que partamos de la función de desconocimiento que lo caracteriza en
todas las estructuras tan fuertemente articuladas por la señorita Anna Freud:
pues si la Verneinung
representa su forma patente, latentes en su mayor parte quedarán sus efectos
mientras no sean iluminados por alguna luz reflejada en el plano de fatalidad,
donde se manifiesta el ello.
Así se comprende esa
inercia propia de las formaciones del yo [je] en las que puede verse la
definición mas extensiva de la neurosis: del mismo modo que la captación del
sujeto por la situación da la fórmula más general de la locura, de la que yace
entre los muros de los manicomios como de la que ensordece la tierra con su sonido
y su furia.
Los sufrimientos de la
neurosis y de la psicosis son para nosotros la escuela de las pasiones del alma,
del mismo modo que el fiel de la balanza psicoanalítica, cuando calculamos la
inclinación de la amenaza sobre comunidades enteras, nos da el índice de
amortización de las pasiones de la civitas.
En
ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología de
nuestros días escruta obstinadamente, solo el psicoanálisis reconoce ese nudo
de servidumbre imaginaria que el amor debe siempre volver a deshacer o cortar
de tajo.
Para tal obra, el
sentimiento altruista es sin promesas para nosotros, que sacamos a luz la
agresividad que subtiende la acción del filántropo, del idealista, del
pedagogo, incluso del reformador.
En
el recurso, que nosotros preservamos, del sujeto al sujeto, el psicoanálisis
puede acompañar al paciente hasta el límite extático del "tú eres
eso", donde se le revela la cifra de su destino mortal, pero no está en
nuestro solo poder de practicante, el conducirlo hasta ese momento en que
empieza el verdadero viaje.
TOMADO
DE LOS ESCRITOS I de Jacques Lacan
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