Imagen extraída de: http://danieltutt.com/2012/03/26/freud-and-einstein-letters-how-do-we-end-war/
Frente a los acontecimientos de los últimos días en Francia se rememora unas cartas que había leído hace algunos años a propósito de la guerra. Tuve que acudir nuevamente, ante mi perplejidad por el empuje a lo mortífero que habita en los humanos, a estos escritos entre dos genios: Freud y Einstein. Reproduzco a continuación la correspondencia:
(Aquí el link. Las citas en rojo son de mi consideración)
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de l932
“Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto
Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien,
elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema
que yo desee escoger me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted
una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de
todos los problemas que la civilización debe enfrentar. El problema es este:
¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien
sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto
de vida o muerte para la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese
al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un
lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que tienen por deber abordar
profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más
de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las
opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los
problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí
atañe, el objetivo normal de mi pensamiento no me hace penetrar las oscuridades
de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora
se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión
y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema
con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay
ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un
lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es
incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos
educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos
obstáculos.
Siendo inmune a las inclinaciones nacionalistas, veo
personalmente una manera siempre de tratar el aspecto superficial (o sea,
administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un
cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere
entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes
emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión,
aceptar sin reserva sus dictámenes y llevar a cabo cualquier medida que el
tribunal estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de
entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana
que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer
cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean
desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en
cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones
jurídicas se aproximan más a la justicia ideal que demanda la comunidad (en
cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) en tanto y en cuanto
esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en
la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente
para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento
absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer
axioma: el logro de seguridad internacional implica la renuncia incondicional,
en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale
decir, a su soberanía, y está claro y fuera de toda duda que ningún otro camino
puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad,
todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no
deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos que
paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de
esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas
las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Esta
hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo
guiado por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente
en este pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de
individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven
en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que una ocasión
para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer
paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone
de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de
sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra
representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a
los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la
creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza y
de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa). Una respuesta evidente a esta pregunta
parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia
las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia. Esto les permite organizar y gobernar las emociones de las masas, y
convertirlas en su instrumento.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución
completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos lograr despertar en los hombres
tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Solo hay una
contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y
destrucción. En épocas
normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge en
circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y
exaltarla hasta el poder de una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el
quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el
experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible
controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de las
psicosis del odio y la destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en
las llamadas “masas iletradas”. La
experiencia prueba que es más bien la llamada “intelectualidad” la más proclive
a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene
contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma
sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora solo me he referido a las guerras
entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy
bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias.
(Pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor
religioso, pero en nuestros días a factores sociales; o, también, en la
persecución de las minorías raciales). No obstante, mi insistencia en la forma
más típica, cruel y extravagante de conflicto entre los hombres ha sido
deliberada, pues en este caso tenemos la mejor oportunidad de descubrir la
manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas
o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero
sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de
la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa
exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de
acción.
Muy atentamente, Albert Einstein.”
Viena, septiembre de 1932.
“Estimado señor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a
cambiar ideas sobre un tema que ocupaba su interés y que también le parecía ser
digno del ajeno, manifesté complacido mi aprobación. Sin embargo, esperaba que
usted elegiría un problema próximo a los límites de nuestro actual
conocimiento, un problema ante el que cada uno de nosotros, el físico como el
psicólogo, pudiera labrarse un acceso especial, de modo que, acudiendo de
distintas procedencias, se encontrasen en un mismo terreno. En tal expectativa,
me sorprendió su pregunta: ¿Qué podría hacerse para evitar a los hombres el
destino de la guerra? Al principio quedé asustado bajo la impresión de mi –casi
hubiera dicho: “de nuestra”– incompetencia, pues aquella parecíame una terca
práctica que corresponde a los hombres de Estado. Pero luego comprendí que
usted no planteaba la pregunta en tanto que investigador de la naturaleza y
físico, sino como amigo de la Humanidad, respondiendo a la invitación de la
Liga de las Naciones, a la manera de Fridtjof Nansen, el explorador del Ártico
que tomó a su cargo la asistencia de las masas hambrientas y de las víctimas
refugiadas de la Guerra Mundial. Además, reflexioné que no se me pedía la
formulación de propuestas prácticas, sino que solo había de bosquejar cómo se
presenta a la consideración psicológica el problema de prevenir las guerras.
Pero usted en su misiva ha expresado ya casi todo lo que
podría decir al respecto. En cierta manera, usted me ha sacado el viento de las
velas, pero de buen grado navegaré en su estela y me limitaré a confirmar
cuanto usted enuncia, tratando de explayarlo según mi mejor ciencia o
presunción.
Comienza usted con la relación entre el derecho y el poder:
he aquí, por cierto, el punto de partida más adecuado para nuestra
investigación. ¿Puedo sustituir la palabra “poder” por el término, más rotundo
y más duro, “fuerza”? Derecho y fuerza son hoy, para nosotros, antagónicos,
pero no es difícil demostrar que el primero surgió de la segunda, y
retrocediendo hasta los orígenes arcaicos de la Humanidad para observar cómo se
produjo este fenómeno, la solución del enigma se nos presenta sin esfuerzo. No
obstante, perdóneme usted si en lo que sigue paso revista, como si fuesen
novedades, a cosas conocidas y admitidas por todo el mundo: el hilo de mi
exposición me obliga a ello.
De modo que, en principio, los conflictos de intereses entre
los hombres son solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así sucede en
todo el reino animal, del cual el hombre no habría de excluirse, pero en el
caso de este se agregan también conflictos de opiniones que alcanzan hasta las
mayores alturas de la abstracción y que parecerían requerir otros recursos para
su solución. En todo caso, esto solo es una complicación relativamente
reciente. Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular
era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de quién
debía llevarse a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y
sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquel que poseía las mejores
armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad. Con la adopción de las armas,
la superioridad intelectual ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular
bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño
que se le inflige o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes
contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición.
Este objetivo se alcanza en forma más completa cuando la fuerza del enemigo
queda definitivamente eliminada, es decir, cuando se lo mata. Tal resultado
ofrece la doble ventaja de que el enemigo no puede iniciar de nuevo su
oposición y de que el destino sufrido sirve como escarmiento, desanimando a
otros que pretendan seguir su ejemplo. Finalmente, la muerte del enemigo
satisface una tendencia instintiva que habré de mencionar más adelante. En un
momento dado, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando
la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para
realizar servicios útiles. Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita a
subyugarlo. Este es el origen del respeto por la vida del enemigo, pero desde
ese momento el vencedor hubo de contar con los deseos latentes de venganza que
abrigaban los vencidos, de modo que perdió una parte de su propia seguridad.
Por consiguiente, esta es la situación original: domina el
mayor poderío, la fuerza bruta o intelectualmente fundamentada. Sabemos que
este régimen se modificó gradualmente en el curso de la evolución, que algún
camino condujo de la fuerza al derecho; pero, ¿cuál fue este camino? Yo creo
que solo pudo ser uno: el que pasa por el reconocimiento de que la fuerza mayor
de un individuo puede ser compensada por la asociación de varios más débiles. L'union fait la force. La
violencia es vencida por la unión; el poderío de los unidos representa ahora el
derecho, en oposición a la fuerza del individuo aislado. Vemos, pues, que el
derecho no es sino el poderío de una comunidad. Sigue siendo una fuerza
dispuesta a dirigirse contra cualquier individuo que se le oponga; recurre a
los mismos medios, persigue los mismos fines; en el fondo, la diferencia solo
reside en que ya no es el poderío del individuo el que se impone, sino el de un
grupo de individuos. Pero es preciso que se cumpla una condición psicológica
para que pueda efectuarse este pasaje de la violencia al nuevo derecho: la
unidad del grupo ha de ser permanente, duradera. Nada se habría alcanzado si la
asociación solo se formara para luchar contra un individuo demasiado poderoso,
desmembrándose una vez vencido este. El primero que se sintiera más fuerte
trataría nuevamente de dominar mediante su fuerza, y el juego se repetiría sin
cesar. La comunidad debe ser conservada permanentemente; debe organizarse,
crear preceptos que prevengan las temidas insubordinaciones; debe designar
organismos que vigilen el cumplimiento de los preceptos –leyes– y ha de tomar a
su cargo la ejecución de los actos de fuerza legales. Cuando los miembros de un
grupo humano reconocen esta comunidad de intereses aparecen entre ellos
vínculos afectivos, sentimientos gregarios que constituyen el verdadero
fundamento de su poderío.
Con esto, según creo, ya está dado lo esencial: la
superación de la violencia por la cesión del poderío a una unidad más amplia,
mantenida por los vínculos afectivos entre sus miembros. Cuanto sucede después
no son sino aplicaciones y repeticiones de esta fórmula. El estado de cosas no
se complica mientras la comunidad solo conste de cierto número de individuos
igualmente fuertes. Las leyes de esta asociación determinan entonces en qué
medida cada uno de sus miembros ha de renunciar a la libertad personal de
ejercer violentamente su fuerza para que sea posible una segura vida en común.
Pero esta situación pacífica solo es concebible teóricamente, pues en la
realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está
formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres,
y al poco tiempo, a causa de guerras y conquistas, también por vencedores y
vencidos que se convierten en amos y esclavos. El derecho de la comunidad se torna entonces en expresión de
la desigual distribución del poder entre sus miembros; las leyes serán hechas
por y para los dominantes y concederán escasos derechos a los subyugados. Desde ese momento existen en la comunidad
dos fuentes de conmoción del derecho, pero que al mismo tiempo lo son también
de nuevas legislaciones. Por un lado, algunos de los amos tratarán de eludir
las restricciones de vigencia general, es decir, abandonarán el dominio del
derecho para volver al dominio de la violencia; por el otro, los oprimidos
tenderán constantemente a procurarse mayor poderío y querrán que este
fortalecimiento halle eco en el derecho, es decir, que se progrese del derecho
desigual al derecho igual para todos. Esta última tendencia será tanto más
poderosa si en el ente colectivo se producen realmente desplazamientos de las
relaciones de poderío, como acaecen a causa de múltiples factores históricos.
En tal caso el derecho puede adaptarse paulatinamente a la nueva distribución
del poderío o, lo que es más frecuente, la clase dominante se negará a
reconocer esta transformación y se llega a la rebelión, a la guerra civil, es
decir, a la supresión transitoria del derecho y a renovadas tentativas
violentas que, una vez transcurridas, pueden ceder el lugar a un nuevo orden
legal. Aún existe otra fuente de la evolución legal que solo se manifiesta en
forma pacífica: se trata del desarrollo cultural de los miembros de la
colectividad; pero esta pertenece a un conexo que no habremos de considerar
sino más adelante.
Vemos, por consiguiente, que hasta dentro de una misma
colectividad no se puede evitar la solución violenta de los conflictos de
intereses. Sin embargo, las necesidades y los fines comunes que resultan de la
convivencia en el mismo terreno favorecen la terminación rápida de esas luchas,
de modo que en estas condiciones aumenta sin cesar la probabilidad de que se
recurra a medios pacíficos para resolver los conflictos. Pero una ojeada a la
Historia de la Humanidad nos muestra una serie ininterrumpida de conflictos
entre una comunidad y otra u otras, entre conglomerados mayores o menores, entre
ciudades, comarcas, tribus, pueblos, Estados; conflictos que casi
invariablemente fueron decididos por el cotejo bélico de las respectivas
fuerzas. Semejantes guerras terminan, ya en el saqueo, ya en el completo
sometimiento y en la conquista de una de las partes contendientes. No es lícito
juzgar con el mismo criterio todas las guerras de conquista. Algunas, como las
de los mogoles y de los turcos, solo llevaron a calamidades; otras, en cambio,
a la conversión de la violencia en el derecho, al establecimiento de entes
mayores, en cuyo seno quedó eliminada la posibilidad del despliegue de fuerzas,
solucionándose los conflictos mediante un nuevo orden legal. Así, las
conquistas de los romanos legaron la preciosa pax romana a los pueblos
mediterráneos. Las tendencias expansivas de los reyes franceses crearon una
Francia pacíficamente unida y próspera. Aunque parezca paradójico, es preciso
reconocer que la guerra bien podría ser un recurso apropiado para establecer la
anhelada paz “eterna”, ya que es capaz de crear unidades tan grandes que una
fuerte potencia alojada en su seno haría imposibles nuevas guerras. Pero en
realidad la guerra no sirve para este fin, pues los éxitos de la conquista no
suelen ser duraderos; las nuevas unidades generalmente vuelven a desmembrarse a
causa de la escasa coherencia entre las partes unidas por la fuerza. Además,
hasta ahora la conquista solo pudo crear uniones incompletas, aunque amplias,
cuyos conflictos interiores favorecieron aún más las decisiones violentas. Así,
todos los esfuerzos bélicos solo llevaron a que la Humanidad trocara numerosas
y aun continuadas guerras pequeñas por conflagraciones menos frecuentes, pero
tanto más devastadoras.
Aplicando mis reflexiones a las circunstancias actuales,
llego al mismo resultado que usted alcanzó por una vía más corta. Solo es
posible impedir con seguridad las guerras si los hombres se ponen de acuerdo en
establecer un poder central, al cual se le conferiría la solución de todos los
conflictos de intereses. Esta formulación involucra, sin duda, dos condiciones:
la de que sea creada semejante instancia superior, y la de que se le confiera
un poderío suficiente. Cualquiera de las dos, por sí sola, no bastaría. Ahora
bien: la Liga de las Naciones fue proyectada como una instancia de esta
especie, pero no se realizó la segunda condición: no posee poderío autónomo, y
únicamente lo obtendría si los miembros de la nueva unidad, los distintos
Estados, se la confiriesen. No hay duda que actualmente son muy escasas las
probabilidades de que tal cosa suceda. Con todo, se juzgaría mal a la
institución de la Liga de las Naciones si no se reconociera que nos encontramos
ante un ensayo pocas veces emprendido en la Historia de la Humanidad y quizá
jamás intentado en semejante escala. Se trata de una tentativa para ganar,
mediante la invocación de ciertas posiciones ideales, la autoridad –es decir,
el poder de influir perentoriamente– que en general se desprende del poderío. Hemos visto que una comunidad humana se
mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos
afectivos –técnicamente los llamamos “identificaciones”– que ligan a sus
miembros. Desapareciendo uno
de aquellos, el otro podrá posiblemente mantener unida a la comunidad. Desde
luego, las mencionadas ideas solo poseen trascendencia si expresan importantes
intereses comunes a todos los individuos. Cabe preguntarse entonces cuál será
su fuerza. La Historia nos enseña que pudieron ejercer, en efecto, considerable
influencia. Así, por ejemplo, la idea panhelénica, la consciencia de ser
superiores a los bárbaros vecinos, idea tan poderosamente expresada en las
anfictionías, en los oráculos y en los juegos festivos, fue suficientemente
fuerte como para suavizar las costumbres guerreras de los griegos, pero no
alcanzó a impedir los conflictos bélicos entre las unidades del pueblo heleno
y, lo que es más, tampoco pudo evitar que una ciudad o confederación de
ciudades se aliara con el poderoso enemigo persa en perjuicio de un rival.
Análogamente, el sentimiento de la comunidad cristiana, sin duda alguna
poderoso, no tuvo fuerza suficiente para impedir que durante el Renacimiento
pequeños y grandes Estados cristianos solicitaran en sus guerras mutuas el
auxilio del Sultán. Tampoco en nuestra época existe una idea a la cual pudiera
atribuirse semejante autoridad unificadora. El hecho de que actualmente los
ideales nacionales que dominan a los pueblos conducen a un efecto contrario, es
demasiado evidente. Ciertas personas predicen que solo la aplicación general de
la ideología bolchevique podría poner fin a la guerra, pero seguramente aún nos
encontramos hoy muy alejados de este objetivo, y quizá solo podríamos
alcanzarlo a través de una terrible guerra civil. Por consiguiente, parece que
la tentativa de sustituir el poderío real por el poderío de las ideas está
condenada por el momento al fracaso. Se hace un cálculo errado si no se tiene
en cuenta que el derecho fue originalmente fuerza bruta y que aún no puede
renunciar al apoyo de la fuerza.
Puedo pasar ahora a glosar otra de sus proposiciones. Usted
expresa su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres
para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del odio y de la destrucción,
obra en ellos facilitando ese enardecimiento. Una vez más, no puedo sino compartir
sin restricciones su opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante
instinto, y precisamente durante los últimos años hemos tratado de estudiar sus
manifestaciones. Permítame usted que exponga por ello una parte de la teoría de
los instintos a la que hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos
tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de los hombres no
pertenecen más que a dos categorías: o bien son aquellos que tienden a
conservar y a unir –los denominamos “eróticos”, completamente en el sentido del
Eros del Symposion platónico, o “sexuales”, ampliando deliberadamente el
concepto popular de la sexualidad–, o bien son los instintos que tienden a destruir y a matar:
los comprendemos en los términos “instintos de agresión” o “de destrucción”. Como usted advierte, no se trata más que
de una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio,
universalmente conocida y quizá relacionada primordialmente con aquella otra,
entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el
terreno de su ciencia. Llegados aquí, no nos apresuremos a introducir los
conceptos estimativos de “bueno” y “malo”. Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible como el
otro, y de su acción conjunta y antagónica surgen las manifestaciones de la
vida. Ahora bien: parece que
casi nunca puede actuar aisladamente un instinto perteneciente a una de estas
especies, pues siempre aparece ligado –como decimos nosotros “fusionado”– con
cierto componente originario del otro que modifica su fin y que en ciertas circunstancias
es el requisito ineludible para que este fin pueda ser alcanzado. Así, el instinto de conservación, por
ejemplo, sin duda es de índole erótica, pero justamente él precisa disponer de
la agresión para efectuar su propósito. Análogamente, el instinto del amor objetal necesita un
complemento del instinto de posesión para lograr apoderarse de su objeto. La
dificultad para aislar en sus manifestaciones ambas clases de instintos es la
que durante tanto tiempo nos impidió reconocer su existencia.
Si usted está dispuesto a acompañarme otro trecho en mi
camino, se enterará de que los actos humanos aún presentan otra complicación de
índole distinta a la anterior. Es sumamente raro que un acto sea obra de una
única tendencia instintiva, que por otra parte ya debe estar constituida en sí
misma por Eros y destrucción. Por el contrario, generalmente es preciso que
coincidan varios motivos de estructura análoga para que la acción sea posible.
Uno de sus colegas de usted, un cierto profesor G. Ch. Lichtenberg, que en los
tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Göttingen, ya lo sabía, quizá
porque era aún más eximio psicólogo que físico. Inventó la “rosa de los
móviles”, al escribir: “Los móviles de los actos humanos pueden disponerse como
los 32 rumbos de la rosa náutica, y sus nombres se forman de manera análoga;
por ejemplo: “pan-pan-gloria, o gloria-gloria-pan”. Por consiguiente, cuando
los hombres son incitados a la guerra habrá en ellos gran número de motivos
–nobles o bajos, de aquellos que se suele ocultar y de aquellos que no hay
reparo en expresar– que responderán afirmativamente; pero no nos proponemos
revelarlos todos aquí. Seguramente se encuentra entre ellos el placer de la
agresión y de la destrucción: innumerables crueldades de la Historia y de la
vida diaria destacan su existencia y su poderío. La fusión de estas tendencias
destructivas con otras eróticas e ideales facilita, naturalmente, su
satisfacción. A veces, cuando oímos hablar de los horrores de la Historia, nos
parece que las motivaciones ideales solo sirvieron de pretexto para los afanes
destructivos; en otras ocasiones, por ejemplo frente a las crueldades de la
Santa Inquisición, opinamos que los motivos ideales han predominado en la
consciencia, suministrándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambos
mecanismos son posibles.
Temo abusar de su interés, embargado por la prevención de la
guerra y no por nuestras teorías. Con todo, quisiera detenerme un instante más
en nuestro instinto de destrucción, cuya popularidad de ningún modo corre
pareja con su importancia. Sucede que mediante cierto despliegue de
especulación hemos llegado a concebir que este instinto obra en todo ser
viviente, ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración, de reducir
la vida al estado de la materia inanimada. Merece, pues, en todo sentido la
designación de instinto de muerte, mientras que los instintos eróticos
representan las tendencias hacia la vida. El instinto de muerte se torna
instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido
hacia afuera, hacia los objetos.
El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida
ajena. Pero una parte del instinto de muerte se mantiene activa en el interior
del ser; hemos tratado de explicar gran número de fenómenos normales y
patológicos mediante esta interiorización del instinto de destrucción. Hasta hemos cometido la herejía de
atribuir el origen de nuestra conciencia moral a tal orientación interior de la
agresión. Como usted advierte, el hecho de que este proceso adquiera excesiva
magnitud es motivo para preocuparnos; sería directamente nocivo para la salud,
mientras que la orientación de dichas energías instintivas hacia la destrucción
en el mundo exterior alivia al ser viviente, debe producirle un beneficio.
Sirva esto como excusa biológica de todas las tendencias malignas y peligrosas
contra las cuales luchamos. No dejemos de reconocer que son más afines a la
Naturaleza que nuestra resistencia contra ellas, la cual por otra parte también
es preciso explicar. Quizá haya adquirido usted la impresión de que nuestras
teorías forman una suerte de mitología, y si así fuese, ni siquiera sería una
mitología grata. Pero, ¿acaso no se orientan todas las ciencias de la
Naturaleza hacia una mitología de esta clase? ¿Acaso se encuentra usted hoy en
la física en distinta situación?
De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la
conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias
agresivas del hombre. Dicen
que en regiones muy felices de la Tierra, donde la Naturaleza ofrece
pródigamente cuanto el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos
cuya vida transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la fuerza y
la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría averiguar algo más sobre esos
seres dichosos. También los
bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión humana asegurando la
satisfacción de las necesidades materiales y estableciendo la igualdad entre
los miembros de la comunidad. Yo creo que eso es una ilusión. Por ahora están concienzudamente armados
y mantienen unidos a sus partidarios, en medida no escasa, por el odio contra
todos los ajenos. Por otra
parte, como usted mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las
tendencias agresivas humanas; se puede intentar desviarlas, al punto que no
necesiten buscar su expresión en la guerra.
Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos,
hallamos fácilmente una fórmula que contenga los medios indirectos para combatir
la guerra. Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de
destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos
entre los hombres debe actuar contra la guerra. Estos vínculos pueden ser de dos clases. Primero, los
lazos análogos a los que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos
de fines sexuales. El psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar aquí de
amor, pues la religión dice también “ama al prójimo como a ti mismo”. Esto es
fácil exigirlo, pero difícil cumplirlo. La otra forma de vinculación afectiva
es la que se realiza por identificación. Cuando establece importantes elementos
comunes entre los hombres, despierta tales sentimientos de comunidad, identificaciones.
Sobre ellas se funda en gran parte la estructura de la sociedad humana.
Usted se lamenta de los abusos de la autoridad, y eso me
suministra una segunda indicación para la lucha indirecta contra la tendencia a
la guerra. El hecho de que los hombres se dividan en dirigentes y dirigidos es
una expresión de su desigualdad innata e irremediable. Los subordinados forman la inmensa mayoría,
necesitan una autoridad que adopte para ellos las decisiones, a las cuales en
general se someten incondicionalmente. Debería añadirse aquí que es preciso poner mayor empeño en educar
una capa superior de hombres dotados de pensamiento independiente, inaccesibles
a la intimidación, que breguen por la verdad y a los cuales corresponda la
dirección de las masas dependientes. No es preciso demostrar que los abusos de
los poderes del Estado y la censura del pensamiento por la Iglesia, de ningún
modo pueden favorecer esta educación. La situación ideal sería, naturalmente,
la de una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a la
dictadura de la razón. Ninguna otra cosa podría llevar a una unidad tan
completa y resistente de los hombres, aunque se renunciara a los lazos
afectivos entre ellos. Pero con toda probabilidad esto es una esperanza
utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por
cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato. Es
difícil pensar en molinos que muelen tan despacio que uno se moriría de hambre
antes de tener harina.
Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando,
tratándose de una tarea práctica y urgente, se acude al teórico alejado del
mundo. Será mejor que en cada caso particular se trate de enfrentar el peligro
con los recursos de que se disponga en el momento; pero aún quisiera referirme
a una cuestión que usted no plantea en su escrito y que me interesa
particularmente. ¿Por qué nos
indignamos tanto contra la guerra, usted, y yo, y tantos otros? ¿Por qué no la
aceptamos como una más entre las muchas dolorosas miserias de la vida? Parece natural; biológicamente bien
fundada; prácticamente casi inevitable. No se indigne usted por mi pregunta,
pues tratándose de una investigación seguramente se puede adoptar la máscara de
una superioridad que en realidad no se posee. La respuesta será que todo hombre
tiene derecho a su propia vida; que la guerra destruye vidas humanas llenas de
esperanzas; coloca al individuo en situaciones denigrantes; lo obliga a matar a
otros, cosa que no quiere hacer; destruye costosos valores materiales, productos
del trabajo humano, y mucho más. Además, la guerra en su forma actual ya no
ofrece oportunidad para cumplir el antiguo ideal heroico y una guerra futura
implicaría la eliminación de uno o quizá de ambos enemigos debido al
perfeccionamiento de los medios de destrucción. Todo eso es verdad y parece tan
innegable que uno se asombra al observar que las guerras aún no han sido
condenadas por el consejo general de todos los hombres. Sin embargo, es posible
discutir algunos de estos puntos. Se podría preguntar si la comunidad no tiene
también un derecho a la vida del individuo; además, no se pueden condenar todas
las clases de guerras en igual medida; finalmente, mientras existan Estados y
naciones que estén dispuestos a la destrucción inescrupulosa de otros, estos
otros deberán estar preparados para la guerra. Pero dejaré rápidamente estos
temas, pues no es esta la discusión a la cual usted me ha invitado. Quiero
dirigirme a otra meta: creo que la causa principal por la que nos alzamos
contra la guerra es la de que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas
porque por razones orgánicas debemos serlo. Entonces nos resulta fácil fundar
nuestra posición sobre argumentos intelectuales.
Esto seguramente no es comprensible sin una explicación. Yo
creo lo siguiente: desde tiempos inmemoriales se desarrolla en la Humanidad el
proceso de la evolución cultural. (Yo sé que otros prefieren denominarlo:
“civilización”). A este proceso debemos lo mejor que hemos alcanzado, y también
buena parte de lo que ocasiona nuestros sufrimientos. Sus causas y sus orígenes
son inciertos; su solución, dudosa; algunos de sus rasgos, fácilmente
apreciables. Quizá lleve a la desaparición de la especie humana, pues inhibe la
función sexual en más de un sentido, y ya hoy las razas incultas y las capas
atrasadas de la población se reproducen más rápidamente que las de cultura
elevada. Quizá este proceso sea comparable a la domesticación de ciertas
especies animales. Sin duda trae consigo modificaciones orgánicas, pero aún no
podemos familiarizarnos con la idea de que esta evolución cultural sea un
proceso orgánico. Las modificaciones psíquicas que acompañan la evolución
cultural son notables e inequívocas. Consisten en un progresivo desplazamiento
de los fines instintivos y en una creciente limitación de las tendencias
instintivas. Sensaciones que eran placenteras para nuestros antepasados son
indiferentes o aun desagradables para nosotros; el hecho de que nuestras
exigencias ideales éticas y estéticas se hayan modificado tiene un fundamento
orgánico. Entre los caracteres
psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el
fortalecimiento del intelecto, que comienza a dominar la vida instintiva, y la
interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias
ventajosas y peligrosas. Ahora
bien: las actitudes psíquicas que nos han sido impuestas por el proceso de la
cultura son negadas por la guerra en la más violenta forma y por eso nos
alzamos contra la guerra: simplemente, no la soportamos más, y no se trata aquí
de una aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas,
se agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una idiosincrasia
magnificada al máximo. Y parecería que el rebajamiento estético implícito en la
guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto deberemos esperar hasta que también los demás se
tornen pacifistas? Es difícil decirlo, pero quizá no sea una esperanza utópica
la de que la influencia de estos dos factores –la actitud cultural y el fundado
temor a las consecuencias de la guerra futura– pongan fin a los conflictos
bélicos en el curso de un plazo limitado. Nos es imposible adivinar a través de
qué caminos o rodeos se logrará este fin. Por ahora solo podemos decirnos: todo
lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra.
Lo saludo cordialmente y le ruego me perdone si mi
exposición lo ha defraudado. Suyo. Sigmund Freud”.
Notas personales: Cuando en esta traducción nos
habla de “instinto” la consideración es de “pulsión”. Existen teorizaciones
fundamentales en los conceptos de estos términos. Solo pongo la referencia y
abro a la indagación.
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